Revista de Cultura

  • Lunes 09 de julio de 2012, 12:00hs.

Ideas

Por un arte expandido

Desde Lima, donde presenció el estreno de un documental sobre comida peruana, el difusor de la cocina molecular define el estatuto de su obra: “Lujuria con un poco de melancolía.”

POR Julian Gorodischer - Desde Lima

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Quizá porque sabe que su arte se compone antes de las corrientes de deseo alrededor de la materia que de la materia misma decidió que su obra maestra sería su “tres estrellas Michelin” en el Noreste de Cataluña: nada tangible se podría haber presentado en la feria de arte Documenta 12 de la ciudad alemana de Kassel que lo convocó con estatuto de artista. El mito tiene menos que ver con la materialidad de los íconos que con la fe. Por eso se dispuso aquella vez, hace cinco años, ante el micrófono, puso la mejor cara de villano crítico (como salido de su bienamada Ratatouille , de los estudios Pixar) y les dijo a todos pero a cada uno a los ojos: unos pocos favorecidos ganarían el concurso que se inauguraba en ese mismísimo momento y culminaría en una mesa de El Bulli; sólo unos pocos seleccionados entre los feligreses de la Documenta 12 vivirían la experiencia de El Bulli; para los otros, la obra ausente no tendría otra posibilidad que la del significante negado. El provocador pateaba el tablero de las convenciones del mercado del arte, il divo enrostrándole a la plebe su capacidad de afiliar a las elites, tan recio, tan impune:

–Quienes lo pidan pueden estar seguros de que no van a ser elegidos.

Orgásmica la expresión de quien recuerda el paso heroico ante los lapidarios, cuando los hambrientos de Kassel en 2007 soltaron sus leones ante el hiperiquinético de los rulitos canosos, y se agruparon ante el anuncio de un cadáver fresco y sanguíneo, rica sangre vasca, y se prepararon para devorarse a dentelladas al cincuentón juvenil que, por estos días, en Lima, despierta los suspiros de la cronista colombiana que voló para cubrirlo . Pero aquella vez en Kassel, la sonriente malvada de Alicia M., editora de la revista española Pretexto, frunció cejas y frenillos antes de escupir el condenatorio: “Estamos perplejos”.

Adrià no iba a hacer nada en Kassel.

“Ha tenido mucha publicidad mediática, pero creo que a la imagen del arte español no le ha venido muy bien. Ha eclipsado, por ejemplo, el trabajo de Ibon Aranberri”, siguió Alicia, aquella tarde que se anticipaba fúnebre. Por unas cuantas horas el “monstruo” español se imaginó repercusiones trágicas mucho más allá de un paso fallido por la Documenta: ¿la pérdida de una estrella para El Bulli?; su rival y enemigo acérrimo, el españolísimo y tradicional cheff Santi Santamaría, quien acusara a Adrià de emplear un gelificante con el nombre de metil que “se utiliza tanto para el falso semen de las películas pornográficas como para tratar la constipación intestinal”, se lanzó a hacer declaraciones sobre riesgos y contrariedades de la cocina molecular y el artista vasco Aranberri, aludido por la rubita Alicia, le bajó el estatus en lo que tardó en exhalar: “Ferran Adrià es uno más en la lista de los artistas participantes y que sea un cocinero tampoco es algo tan novedoso. En la Documenta siempre se ha invitado a gente de diversas disciplinas: se ha creado una enorme bola de nieve mediática que sólo favorece a la cultura del espectáculo y no al discurso del arte”.

Hoy, en esta neblinosa tarde sobre una colina limeña, donde compartimos el almuerzo en la terraza-propiedad del presidenciable Gastón Acurio, niño mimado de la prensa, la masa, la clase gobernante del Perú que ya empieza a cansarse del “pollerudo” Ollanta, tan disciplinado detrás de su “mamita”, la primera dama Nadin, “que toma todas las decisiones (aseguran desde el farmacéutico al conserje)”, estamos ante una demostración de la virtud humana.

Sin lavarse previamente las manos, Ferrán amasa sensualmente con las yemas la papita amarilla extraída de la cumbre andina y la encastra sobre la viscosa humedad del gelatinoso erizo y se le ilumina la mirada cuando decreta una creación que le disputa al peruano Acurio el control de las comidas típicas.

Nos convoca el estreno en Lima y próximamente en la ONU del documental Perú sabe. La cocina como arma social (ver aparte), donde se testimonia el trabajo de una escuela de cocina que es propiedad de Acurio y donde se promueve el ascenso social a través de la preparación de ceviches y causas.


Actitud ante la creación

Definición de artista: “Yo intento atrapar, atrapar la emoción que hay alrededor de todo lo que le da vida a la cocina, y eso transmitirlo a los platos. Contar historias. Con un poco de poesía, un poco de música, un poco de ritmo, un poco de nostalgia, un poco de tensión, un poco de lujuria, un poco de sentimientos propios de los momentos en que estamos de viaje ¡Ay, si tú pudieras conectar con eso! Es lo que busco ¿no? ¿Qué me importa si eso es un arte o una artesanía?...

Definición de arte: “El concepto tradicional de arte no sirve para nada; arte es hacerme la comida en casa por la noche con innovación y creatividad. Arte es tener una de las experiencias más increíbles de mi vida: no la comida. Realmente no hay necesidad de definir hoy que es arte...

Definición de poesía: “No tengo ni idea de papas, hay tres mil tipos de papas y yo sé sólo sobre tres o cuatro papas. Estamos como niños jugando a imaginar cómo va a ser el invierno. Jugando nos estamos divirtiendo, como niños, con la única ilusión de hacer cosas lindas”.


Método

La experiencia de El Bulli, sin menúes ni cubiertos de plata sobre las mesas, con porciones diminutas hiperornamentadas y una composición pictórica de contrastes en las combinaciones, impresionó tanto al escritor italonorteamericano Michael Paterniti que denominó a Adriá: “El gran profeta”.

Michael Paterniti sintetizó las impresiones ante la experiencia de esta cocina molecular: sentir el mundo. Su relato de una cata en El Bulli fue compuesto –perjura– sin intervención de alucinógenos pero revela una violenta actividad de la conciencia: describe en la Esquire “un viaje a Japón untado de chocolate” e interrumpido de pronto por una patada de rayas verdes-wasabi, a las que sintió como una quemadura deliciosa que lo hizo resignificar toda su concepción previa acerca del chocolate y vincularla ahora a una idea de poder superior.

Se lo recuerda (a Adriá), en esos días de esplendor de El Bulli, como un misterioso enfermero inyectando de aceite caliente desde la jeringa una burbuja de pan recién horneado, o inyectándole agua de mar, también desde la jeringa, a la croqueta de pescado. Lo que sigue a esas intervenciones oníricas fue definido por Paterniti como una dislexia de paladar y virtual caos de los sentidos.

“La pintura, la música, el cine, la escultura, el teatro; se puede sobrevivr sin ellos –todavía está convencido Ferrán Adrià–. Pero comer hay que comer o de lo contrario te mueres”. Comer es una emoción obligatoria.

El, que prefiere gastar el mismo dinero en una botella de champán que en un par de zapatos, principal adalid del arte de lo efímero, uno de los exponentes primeros y más drásticos de la inclusión de las artes performáticas en el mercado del arte, cuyo selector de admisión evaluó un millon de cartas desde Somalia a Japón, desde enfermos terminales a mieleros suplicantes por una reserva en El Bulli, cree en algunas premisas ineludibles en el proceso de creación culinaria; a saber: “La anarquía está bien sólo después de la lógica” y “hay más emoción en una pizca de sal que en un trozo de pescado”.


Comer, crear, pensar

En el poético atardecer limeño, Ferrán Adrià define a cada plato como una canción en la cual la melodía no puede ser ni demasiado lenta ni tan rápida como para ensombrecer las intenciones del chef.

Las instrucciones para comer forman parte del acto tanto como la ausencia de menú o la complementación de frutas para sabores salados: un mordisco o dos mordiscos podrán cambiar la suerte de una creación original, he aquí una variación fundamental con respecto a sus primas artes plásticas perdurables: el arte culinario exige estipular las condiciones de la recepción de la obra.

Pero la real definición de “su arte” habrá que encontrarla en su propuesta para la Documenta 12, cuando apenas colgaron el menú del día de El Bulli en una intervención in absentia. Recuerda el cronista peruano Julio Villanueva Chang, quien congeló esa provocación de Adriá en un perfil publicado en Elogios criminales (Mondadori), que la discusión se calentaba en los museos, donde hasta el director del Reina Sofía había considerado la obra efímera del cocinero como “una tontería”.

Terminada la performance, de vuelta a la cocina de El Bulli, escribió Villanueva que “su prestigio seguía intacto”; allí estaban los platos que cumplían con el requisito artístico de la descripción con valor de exclamación, trazo crispado del lenguaje que es mero listado de ingredientes en combinaciones raras o estadíos alterados(“arte, arte”): gelatina de moluscos, consomé solidificado, calamares inyectados de leche de coco, cordero con bigotes de romero, la conciencia suspendida “hasta mañana –pedía Adrià–, como un latiguillo porque hoy comamos –repetía– que mañana pensaremos”.

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